Arbil,
febrero 2006
La Familia:
su Libertad y su Poder
por José
Pérez Adán
Cuando pensamos que el estado tiene como una de sus
misiones principales la de asegurar la igualdad y a
esta idea no le hacemos salvedad alguna, estamos
ciertamente posicionando al estado contra la familia.
No es de extrañar que este posicionamiento haya
tenido muchas veces consecuencias beligerantes pues
la familia conforma un ámbito legítimo de exclusión,
en definitiva de desigualdad. Estamos ante dos
misiones contrapuestas: mientras que el estado
pretende igualar la familia aspira a distinguir.
La Familia y el Estado frente a frente
Un rasgo común a todos en todas las familias y que
tendremos que resaltar será la extrañeza. La familia
nos une a los humanos en la extrañeza, que es lo
mismo que decir que lo que nos distingue a todos y
cada uno de nosotros es que pertenecemos de distinto
modo a distintas familias: en la distinción entre
propios y extraños cabemos todos y en la medida en
que intentemos suprimirla supremimos algo
identitario nuestro y por tanto nos suprimimos a
nosotros mismos.
No nos cabe duda de que hemos de repensar el
discurso uniformista de la igualdad. Desde el punto
de vista del Estado todos somos o debemos ser
iguales, pero desde el punto de vista de la familia
no lo somos. Creo que esto hay que decirlo con la
boca grande: la exclusión que implica la extrañeza
familiar es tan humana como la inclusión que supone
la referencia a poderes constituidos con legitimidad
de origen y procedimiento. La extrañeza familiar no
es algo accidental a la vida social, más bien al
contrario es el eje sobre el que se vertebra. No
podemos presentarla como una excepción o accidente
cultural de carácter más o menos temporal.
En este sentido es necesario contestar el interesado
y cínico discurso igualitario que hace el estado
para que no se reconozca ningún otro tipo de
potestad legítima aparte de la suya. Plantándonos
ante el estado en la defensa de la discriminación
legítima que supone el reconocimiento con todas sus
consecuencias del sujeto familiar hacemos un
servicio al bienestar colectivo en la medida en que
subrayamos lo que hay de más humano en nosotros.
En este esfuerzo nos topamos aquí con una de las
lacras más penosas del liberalismo práctico: su
concepción materialista de la igualdad. En esto el
comunismo y el liberalismo están mucho más cercanos
de lo que parece. En ambos casos el sujeto
individual, en uno por imposición y en otro con
libertad, asume su condición en base a criterios
cuantitativos. Sin embargo, para una concepción no
materialista de la igualdad se han de tener en
cuenta necesariamente las necesidades espirituales y
trascendentes, es decir los afectos, el altruismo
solidario, la equidad generacional, etc.,
necesidades estas que se manifiestan propiamente en
la familia y que ni el estado ni el mercado por sí
solos ni en común pueden satisfacer.
Un liberal objetará enseguida que si desdibujamos al
individuo estamos arrinconando su libertad. No es
verdad. Afirmando la familia estamos al mismo tiempo
afirmando al individuo pues es precisamente en la
apuesta por las capacidades como nos encontramos a
la postre con individuos libres. La introducción de
las capacidades en el debate moderno se lo debemos a
uno de los pocos Nóbel en economía no neoliberales
de los últimos 20 años: Amartya Sen. Sen habla de
capacidades donde antes solo se hablaba de
necesidades y si bien él se refiere a ciertos
intangibles de la acción de gobierno en el fomento
del desarrollo de los pueblos como puede ser la
educación, observamos que las capacidades humanas se
nutren y llenan fundamentalmente en la familia.
Es la familia la que nos capacita mediante el
cumplimiento cabal de sus funciones para ser los
individuos que somos o podemos llegar a ser. Esta
capacitación familiar se basa, a diferencia de otras
capacitaciones como la que procura la enseñanza
obligatoria, en criterios de complementariedad y no
de reciprocidad. En la familia, podemos decir que
afortunadamente, se nos trata y capacita de manera
distinta porque se nos conoce diferenciadamente con
criterios de calidad que apuntan también necesidades
no materiales.
Naturalmente la contraparte de este apoyo mutuo que
se da en la familia es la extrañeza: el hecho de que
el apoyo no es transferible universalmente. Este
hecho puede verse como negativo solo si lo
observamos de modo superficial o lo enfocamos con un
prejuicio cuantitativo. Pero si entendemos la
extrañeza como la contrapartida necesaria a que
seamos tomados en cuenta como portadores de
necesidades que son también de naturaleza no
material, veremos la extrañeza como algo positivo.
Yo no quiero ser amado o querido por mis padres como
son queridos por ellos los hijos de los demás:
quiero, necesito, ser querido como su hijo, y ello
es lo mismo que decir que los demás sean queridos
como extraños. La distinción entre propios y
extraños es esencial y ella es a la postre necesaria
para aspirar a la igualdad. Una igualdad que está
basada en el desarrollo de las capacidades que se
realizan en el entorno familiar y no solo en el
desempeño de las funciones del estado.
Y es que sin familia, nosotros los humanos no
seríamos comunicables, no nos podríamos enriquecer
mutuamente, seríamos o intentaríamos que los demás
fuesen nuestros replicantes, como muy bien decía
Harrison Ford en Bladerunner al explicarle a su
compañero que distinguiría a los replicantes porque,
decía, “los replicantes no tienen familia”.
No ignoramos el hecho de que ciertos tics miméticos
de nuestra cultura quieren convertirnos a todos en
replicantes. Efectivamente, el individualismo y su
consecuencia el multifamilismo, margina la realidad
sociofamiliar humana a la que pretende presentar
como mero accidente.
La familia es sin embargo esencia de humanidad:
ningún humano puede renunciar a su condición
familiar, a la identidad que le dan los suyos, sus
padres, abuelos, etc. y que le distingue de los
demás sin dejar de ser al mismo tiempo humano.
Todo esto implica repensar la igualdad, o quizá,
mejor dicho, repensar nuestra desigualdad para
fundamentarla en su punto justo. Ese punto dista
equidistantemente tanto del individualismo
ontológico que afirma que todos somos efectivamente
iguales porque el hecho familiar (que se supone
ampara las diferencias) es mero accidente anecdótico,
como del individualismo aristocrático que separa de
facto la dimensión afectiva y trascendente (que se
supone anida en la familia) de los reclamos del
derecho. Nuestro ánimo apunta, una vez que el estado
ha garantizado los reclamos de humanidad en al ágora
pública y que hemos dado en llamar derechos humanos,
a subrayar la condición familiar como modo de llegar
a un justo reconocimiento de nuestra identidad.
Es necesario pues dar carta de legitimidad ante el
estado a nuestra condición familiar. Ello implica a
nuestro juicio aspirar a que el estado reconozca la
soberanía familiar y para hablar de ello pasamos al
siguiente punto.
La Soberanía
Familiar
Efectivamente aquí estamos abocados a hablar de
política pues creemos que la apuesta por la
soberanía de la familia es también una apuesta por
rescatar cuotas de poder para ella.
Se trata de pactar con el estado un reconocimiento
del poder familiar que permita a las familias
crearlo y administrarlo ilimitadamente. Para que eso
sea posible es sin duda alguna necesario que el
estado se replantee su misma razón de ser para ser
algo distinto de lo que es ahora.
El reconocimiento de un nuevo sujeto como sujeto
afecta, podemos decir que esencialmente, a los
sujetos ya existentes. Esto lo entendemos muy bien
cuando pensamos en las grandes controversias de la
historia que han motivado las sucesivas
codificaciones de derechos. Pensemos en la
controversia indigenista del siglo XVI, la
esclavista del XVII, la sufragista del XX , o el
pendiente reconocimiento de los derechos del no
nacido. El acomodo de un nuevo sujeto implica que
los sujetos ya acomodados se relacionen con él de
manera distinta a como se relacionaban antes y
también que se piensen a sí mismos de manera
diferente. En este sentido el reconocimiento de la
familia como sujeto implica necesariamente un
replanteamiento del entendimiento que los sujetos ya
acomodados tienen de sí mismos y aquí nos referimos
particularmente al estado como el sujeto por
antonomasia de la modernidad.
Alguno podría pensar, “bien, pues si para reconocer
el poder familiar tenemos que esperar la
transformación del estado, andamos listos: esta será
una espera infinita”. No tiene porqué ser así.
Afortunadamente existen mecanismos de diálogo, de
megálogo, que diría el admirado Amitai Etzioni, para
encauzar cambios de amplio calado en sociedades
democráticas. Bien sabemos, no obstante, que el gran
enemigo de la democracia es la inmoralidad de la
corrupción y podemos anticipar que el poder
establecido va a intentar comprar a quien proponga
cambios de calado obsequiándole con algún beneficio
con tal de que retire su propuesta de reconocimiento
de nuevos derechos y poderes.
Estamos hablando en concreto de la inmoralidad de
rendir los principios ante las prebendas de la
política fiscal en la lucha de la familia por
reclamar justicia del estado. La familia lo que
necesita es poder, no dinero, no debemos
confundirnos. El tema central en el debate sobre el
poder o la soberanía familiar no es un debate sobre
la economía doméstica o la legislación laboral,
estamos ante algo mucho más importante a mi juicio.
Algo de calado enraizado en los principios que
contestan eso que buscamos responder cuando nos
preguntan qué significa ser humano. Ser humano es
ser familiar y más humanos seremos cuanto más
familiares nos reconozcamos. Se trata de un
reconocimiento de partida, de esos artículos que se
escriben en los preámbulos de las constituciones y
estatutos para dar sentido a todo lo que viene
después. No, no hablamos de dinero, ni de sueldo del
ama de casa, ni de descuento o desgravación por hijo.
Estamos hablando de poder en su dimensión práctica.
Vayamos concretando. Hay un tema práctico con el que
quiero acabar esta exposición y que parece en aras
de la sencillez lo suficientemente concreto y simple
como para recabar una atención pormenorizada. El
poder se ejerce en nuestras sociedades a través del
voto . Nos parece de todo punto inexcusable que la
familia no vote. ¿Podrán las familias votar?
Creemos que sí y además pensamos que es esta una
primera propuesta sobre la que se puede ir
edificando poco a poco ese megálogo que replantee
los roles sociales entre sujetos soberanos, estados,
individuos, familias y otras comunidades, que
conforman nuestra cada vez más compleja existencia
en común. La propuesta de extender el sufragio a los
niños, a todos los niños, nos parece un buen modo de
iniciar un diálogo con el estado que lleve de ahí
hacia otras propuestas y objetivos viables de
reconocimiento del sujeto familiar.
El reconocimiento de la familia como sujeto que es
al mismo tiempo ámbito de bienestar, de equidad, de
justicia y de realización implica la confianza por
parte de los poderes constituidos aún y cuando en la
vieja tradición weberiana se piensen como poderes
monopolio. Los gobiernos, ello creo que se entiende
en la retórica política moderna, deben confiar en
las familias: garantizar su libertad y asegurar
también su capacidad decisoria que se supone que es
un logro en el afianzamiento de las libertades
públicas y de los derechos civiles.
Una muestra básica de confianza es, a nuestro juicio,
asumir como meta a alcanzar en los próximos años en
todo el mundo el derecho al voto de los niños
representados por sus padres. Esta reivindicación
fue propuesta primariamente en la Declaración de San
José de Costa Rica el 28 de Julio de 2001 . Ahí se
decía que uno de los logros del siglo XX fue la
extensión del sufragio universal a la mujer, aun y
cuando este derecho no esté plenamente reconocido
todavía en algunos países. En el siglo XXI la
inclusión de los niños en el sufragio hará
definitivamente universal el derecho al voto, que es
una exigencia irrenunciable de la persona en una
sociedad democrática. Toda vida humana, no importa
su tamaño, debe ser reconocida por la sociedad como
miembro actual y no solo potencial. La participación
activa de la familia en las elecciones implica
otorgarle el voto a todo el núcleo familiar en
proporción a su tamaño. Consiste en la equiparación
de la ciudadanía a la nacionalidad: la extensión de
los derechos propios de la ciudadanía a todos los
nacionales, incluyendo los menores de edad, todos
sin excepción.
El voto de los niños representados por sus padres es
una manifestación de que la familia es sujeto social
de derechos. Toda persona desde el inicio de su vida
debe de tener derecho a su inclusión en el censo
electoral. El voto de cada menor de edad será
emitido por sus padres de acuerdo con el sistema que
cada país vea más conveniente y justo a sus
circunstancias. Existen varias propuestas y estudios
realizados al respecto cubriendo las diferentes
posibilidades.
El derecho al voto de los niños, amén de que sea una
reivindicación política para reconocer el poder
colectivo que emana del hecho familiar, es también,
una necesidad educativa. La sociedad necesita padres
responsables que sepan transmitir valores y
actitudes saludables de generación en generación
conformando culturas de servicio en la que los niños
sean protagonistas. Una cultura y una sociedad
saludables suponen el protagonismo de los niños,
para los que trabajamos y preparamos un mundo mejor.
Vivir para los niños y apostar por la familia en la
que viven es hacer futuro y es también una manera
eficaz de vacunarse contra el individualismo que
cierra las puertas al reconocimiento de lo que en
definitiva nos hace humanos: pensarnos humanamente
familiares. Esto es también dar poder a un nosotros
que muchas veces pasa oculto. Dar poder a los niños
es por esto reconocer el nosotros que somos cada uno
y con ello darnos todos más poder sin quitarlo a
nadie.
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